La vida, ese recorrido en el que todos creemos ser meros testigos de la crueldad que el sistema origina. Pero tal vez, lo vivimos de primera mano y el ser espectador es una banal ilusión.
sábado, 22 de septiembre de 2012
La muerte de Carrillo
La muerte de Santiago Carrillo ha ocasionado alabanzas en todo el espectro político, desde el PCE (aunque en 1985 le expulsaron) o el PSOE hasta el PP o el rey. [També en català]
La muerte de Santiago Carrillo ha ocasionado alabanzas en todo el espectro político, desde el PCE (aunque en 1985 le expulsaron) o el PSOE hasta el PP o el rey. Carrillo era “una persona fundamental para la democracia… y muy querido”, dijo Juan Carlos, aludiendo al papel clave de Carrillo en la transición pactada entre los comunistas y los reformistas de la dictadura; la transición injusta que todavía sufrimos hoy. A pesar del comentario de Rajoy de su “destacado papel… durante la transición… sin abandonar sus profundas convicciones,” Carrillo no tuvo profundas convicciones nunca. A lo largo de su carrera política, maniobraba, expulsaba y manipulaba para mantener su posición. Era un burócrata oportunista. En la vida larga de Carrillo, se puede resumir toda la historia triste del comunismo español.
Secretario de las Juventudes Socialistas desde 1934, después de una visita a Moscú los llevó a fusionarse con las Juventudes Comunistas en 1936. Con gran energía Carrillo se convirtió en Consejero de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid, sitiada por las tropas de Franco. Bajo la amenaza de la caída de la ciudad en noviembre de 1936, 2.000 prisioneros pro-franquistas fueron ejecutados en Paracuellos de Jarama, un incidente que perseguiría a Carrillo durante toda su vida. Solo el año pasado, la ultra-derecha pintó en su casa: “Carrillo, asesino, sabemos dónde vives”. Aunque la decisión de matar a los prisioneros no fue responsabilidad solamente de Carrillo, sus protestas diciendo no saber nada, no han sido convincentes.
Hubo otros asesinatos en la Guerra Civil, los de los anarquistas y POUMistas – los revolucionarios/as. A pesar de sus credenciales ‘democráticos’, Carrillo no se disculpó nunca por su defensa del asesinato de Andreu Nin y otros. De hecho, solo hace 8 años, congeló al historiador Pelai Pagès, diciéndole: "En los años treinta ningún militante comunista a quien se hubiese pedido que asesinase a Trotski se hubiese negado a hacerlo".
Con los otros líderes del PCE, Carrillo se exilió en 1939 en Moscú, pero volvió a Europa después de 1945. En 1959 reemplazó a Dolores Ibárruri como secretario-general del PCE, posición que mantuvo hasta 1982. Carrillo no era ningún teórico, pero sabía mandar muy bien en un partido rígido y jerarquizado, mientras que su política oficial era de ‘apertura democrática’. Al nivel personal (cuando no estaba apuñalando sus rivales), Carrillo era un hombre extremadamente cordial y hábil en las maniobras entre bastidores.
Los primeros 60 para el PCE fueron dominados por la resaca de la Huelga Nacional Pacifica (HNP) de 1959 promovida desde el exterior por el PCE. El fracaso de la HNP realzó las tensiones entre la afiliación joven dentro del estado, arriesgándose la vida y la libertad, y la vieja guarda en el exilio. Carrillo reaccionó a la crítica, por una parte expulsando a Claudín y Semprún en 1965 (después, adoptó la política ‘eurocomunista’ de ellos) y por otra astutamente escuchando a los y las militantes del interior que insistían en la importancia de trabajar dentro del sindicato falangista y construir a la vez las Comisiones Obreras.
El eurocomunismo, con el cual se identificó Carrillo, fue una política desarrollada originalmente por el Partido Comunista Italiano (PCI), distorsionando los escritos de Gramsci, para justificar su deriva hacia la social-democracia. Se argumentó que la revolución socialista ya no era posible en Europa occidental y que los comunistas deberían acceder al poder mediante elecciones parlamentarias. El ‘nuevo’ PCE abandonó la política de defensa a ultranza de la URSS: como el PCI, la criticó por la invasión de Checoslovaquia en 1968.
En la transición, el PCE, ante el gran disgusto de muchos/muchas militantes de base, formó en la Junta Democrática una alianza con fuerzas a su derecha, intentando forjar una coalición anti-franquista, aunque no anti-capitalista. Frenó la ola de huelgas mediante su influencia en las CC.OO. y en abril de 1977, después de negociaciones secretas entre Suárez y Carrillo, aceptó la bandera española (en vez de la republicana), la monarquía y la impunidad de los torturadores y asesinos de la dictadura. A cambio, Suárez legalizó el partido. En las primeras elecciones generales de junio de 1977, el PCE se presentó con el lema de un gobierno de “concentración nacional”. El PSOE se posicionó a su izquierda abogando por el cambio y ganó más de tres veces más votos que el 9,24% del PCE.
Después, Carrillo, ejerciendo ya de diputado, firmó los Pactos de la Moncloa de 1977, efectivamente bajando los sueldos. En 1981 y 1982 tanto el PSUC en Catalunya y el PCE colapsaron: habían ayudado a suprimir la lucha en la calle y traer una transición pactada en vez de una ruptura con la dictadura. La afiliación se fue a casa y Carrillo se dedicó a una carrera como tertuliano de radio y escritor de libros. Sus memorias de 1993 representaron un gran éxito comercial, pero no revelaron nada.
Para nosotros/as, Carrillo representa una política, primeramente estalinista y después eurocomunista, que abandonó la tradición democrática de la revolución rusa de 1917. La lógica de su colaboración entre clases representó la traición a la clase trabajadora tanto en la guerra civil con el Frente Popular como en la Transición, donde pactó con la derecha y machacó las esperanzas de una generación de luchadores/as anti-franquistas. La ‘democracia’ de que habla el rey no es nuestra democracia revolucionaria desde abajo, sino la democracia parlamentaria tan limitada que salió de la transición sin afectar un comino el poder económico. Carrillo y el PCE que lideró fueron responsables de no haber luchado por una ruptura. Por eso, ha sido tan querido – por el rey.
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